26 June 2009

Job

Era un hombre tranquilo. De esas personas que parece que todo lo hace a cámara lenta. Pero no por la lentitud de sus movimientos, sino por la expresión de su cara, por la ausencia de crispación en sus movimientos. Como si todo fluyera siempre a un ritmo imperturbable, sereno. Su mirada era sosegada, su semblante siempre apacible, con una sonrisa eterna en su rostro, incluso con cierto toque bobalicón.

Nadie jamás lo vió alterarse por nada. De pequeño, incluso pensaron que era autista, o que tenía cierto retraso ("tien'un plomillaso dao", que decía su abuela). En los recreos, todos los niños salían corriendo cuales almas que lleva el diablo, saltando, gritando... Él simplemente caminaba parsimoniosamente hacia el patio, con su sandwich de nocilla en una mano y su biofrutas en la otra. Por cierto, jamás llegó a comerse ninguno de esos manjares, pues todos los días los matones de la clase le arrinconaban en las fuentes de agua y le quitaban todo cuanto llevaba. Pero ni eso conseguía sacar de Job la más mínima queja, el más mínimo quebranto, ni el más leve asomo de venganza en sus ojos. Simplemente decía: "Si Dios quiere que sea así... que así sea".

Job fue creciendo, y nada cambió en su vida. Su hermana le solía romper los Heeman, a lo que él no respondía haciendo lo propio con las Nancy's, sino que se compadecía de lo machorra que era la pequeña (cosa que, por otra parte, no era mentira). "Si Dios quiere que sea así... que así sea".

Más tarde, en la adolescencia, conoció a su mejor amigo. Años después conquistó a su primera novia. Y días más tarde tuvo sus primeros cuernos, gracias a ambos. Por supuesto, Job permanecía tranquilo... cornudo, pero tranquilo. Es más, se alegró por su amigo, porque la novia estaba de muy buen ver; y se alegró por su ex-novia, porque se decía en el barrio que su amigo tenía un gran Don de dios.



En la madurez, Job conoció a una bella mujer, y crearon una familia próspera. La vida familiar era plácida. Siempre le quitaban el mando de la tele a Job, y él nunca rechistaba. Era el encargado de sacar la basura y pasear al perro, y limpiar los regalitos que el animal se mepeñaba en dejar por todas partes, especialmente sobre sus zapatos. También veía cómo su hija menor llevaba a su casa cada día a un chico distinto, y cómo su hijo mayor le sisaba dinero de la caja fuerte. "Si Dios quiere que sea así... que así sea". (Como vemos, de aquí vienen las ideas que luego dieron lugar a la LOGSE)

Entonces, Dios decidió poner de verdad a prueba a Job, para saber hasta dónde llegaba su fe y, sobre todo, su paciencia. Para eso, Dios decidió con crear uno de los mayores desastres naturales del universo: la familia política.

Comenzó con crear al cuñado. Un sujeto con la inigualable capacidad de llegar siempre a deshora. Un ser con la increíble facultad de decir siempre la frase menos indicada en el peor momento. Y, ante todo, un individuo con la suficiente poca vergüenza como para sentarse en el sitio del sofá preferido por Job, a la vez que le pedía la última lata que quedaba en la nevera de su cerveza favorita, descalzando al mismo tiempo sus pies y posándolos sobre el paquete de tabaco de Job.

Job aguantó impertérrito (impertérrito perfecto simple). Y en lugar de darle al cuñado el coski de su vida, sonrió, y se sentó en el posabrazos del sofá, oyendo pacientemente las historias sin sentido del susodicho. "Si Dios quiere que sea así... que así sea"

Al ver Dios que este avatar del destino no suponía para Job ningún problema, se le ocurrió aumentar la familia política con uno de los seres más odiosos de la creación: la sobrinita sabionda. Esa que nada más decir: "Hola tito Job", te taladra el cerebro con su voz de repipi. La misma que en lugar de jugar en el jardín a llenarse de barro con los otros niños, se sienta en el butacón, se cala las gafas, y resuelve el sudoku que Job tenía a medias desde hacía semanas. Y no contenta con ello, corre a la cocina gritando: "¡¡Tito Job, Tito Job!! Este puzzle es muy fácil, ¿tienes otro más difícil?". No obstante, Job transigía con todo esto. Tan sólo notó Dios una leve hinchazón de la sien derecha, pero ni un mal gesto. Tan sólo la frase de siempre: "Si Dios quiere que sea así... que así sea".

Dios ya estaba cayendo en la desesperación. Nunca quiso llegar a esos extremos, pero la fe de Job le obligó a crear una criatura que preferiría no haber creado jamás: la suegra. La reencarnación del diablo en cuerpo de vaca, y con rasgos levemente femeninos.



La suegra llegaba por las mañanas, y no decía buenos días, sino que bufaba algo como: "Hija, ¿aún sigues casada con esto?". Tenía la inmensa habilidad de buscarle el lado malo a todo, sobre todo a todo lo concerniente a Job. Si Job hacía una chapuza en casa, que por qué no había llamado al fontanero, que era un profesional. Si llamaba al fontanero, que si era tan torpe que no lo podía hacer él mismo. Si encontraba un trabajo mejor, le tachaba de trepa avaricioso capitalista. Si rechazaba alguna oferta, era un jipi vago y sin aspiraciones... Y nada de eso hacía que Job profiriese una queja, o una maldición. Sólo le detectó Dios un leve tic en el ojo izquierdo. "Si Dios quiere que sea así... que así sea".

Dios ya no tenía más ideas, y a punto estuvo de tirar la toalla, y reconocer que Job era aún más santo que él mismo. Pero entonces se le ocurrió una idea genial.




Sí, queridos niños, ¡Dios creó la regla!

Y aunque a Job se lo pareció al ver a su mujer acercarse a él con cara de demonio de Tasmania con sinusitis, no era el fin del mundo, ni la venida de los jinetes del Apocalipsis... Que va... Era la regla, o lo que es lo mismo: el fin de la paz mundial. Ahí fue cuando Job perdió la calma, la entereza, e incluso la presencia de ánimo.


FIN

25 June 2009

Cosas que nunca te dije

Si no tuviésemos miedo a decir o hacer lo que sentimos en el momento en que lo sentimos, muchas cosas saldrían solas. Muchos problemas ni siquiera se originarían. No tendríamos que lamentarnos de aquella oportunidad perdida, ni de aquella lágrima que hubiéramos podido evitar, o esa sonrisa que podríamos haber provocado. O incluso por esa caricia que se nos pudrió en la yema de los dedos, porque nos detuvimos a destiempo. Ese beso que cría telarañas en nuestro pecho, porque el valor que reunimos en aquel instante lo ahogamos en cobardía... Y tantísimas cosas que se nos mueren a diario por no decirlas, tantas lápidas almacenadas nos lastran a la hora de romper con ese miedo a decir las cosas que nunca nos decimos.

Intento que no me pase, de hecho escribo para no dejarme nada en el tintero. Para que, si cuesta decir algo de palabra, cara a cara, y mirando a los ojos, al menos ser capaz de soltarlo de alguna forma. Quizá es una manera de trasladar el cementerio de cosas no dichas, desde mi cabeza a una web o al papel, quién sabe.

El caso es que fue esa película, "Cosas que nunca te dije" de Isabel Coixet, la que hizo que reflexionara sobre todas estas cosas. Y os la recomiendo. Es una joyita que te remueve casi con cada diálogo.



Una de las mejores escenas es esa en la que, colgada de una cabina de teléfonos en mitad de la calle, muerta de frío y desesperación, la protagonista, Ann, le cuenta a un desconocido sus pensamientos tal y como van surgiendo, en crudo, sin disfraz. Y en esa conversación, o monólogo más bien, un deseo:

Creo que la fe es muy injusta, es muy injusto que unos tengan fe y otros no la tengan. Cuando somos felices no nos damos cuenta, eso también es injusto. Deberíamos vivir la felicidad intensamente y tendríamos que poderla guardar para que, en los momentos en los que nos hiciera falta, pudiéramos coger un poco. Del mismo modo que guardamos cereales en la despensa o recambios de papel higiénico... por si se acaba...




Saludos.


PD: Prometo continuar la Javiblia, y dejar de poner moñadas en el blog, o al menos ponerlas más de tarde en tarde :P

13 June 2009

Viaje familiar

“Turbulencias sin importancia”, repite una y otra vez el piloto, intentando aparentar la calma que no trasluce el tono de su voz. Y digo yo que serán turbulencias sin importancia, como dice él, pero el pequeño lleva ya un rato mordiéndose el labio en un puchero y diciéndome al oído, para que no lo oiga el padre, que se quiere bajar, que ya no le gusta este tiovivo.

Y mientras, el padre me mira con esos ojos negros que me cautivaron la primera vez que los ví, y me susurra suavemente palabras tranquilizadoras, a la vez que aprieta mi mano con fuerza: “No pasa nada, cariño, ya falta menos para llegar”, y esa sonrisa resplandeciente que hace que toda la luz del momento se concentre entre ambos.

Y eso que el viaje comenzó muy bien: mucha ilusión, preparativos, regalos de los familiares para el camino, promesas de comprar recuerdos para todos, sí mamá, llamaré todos los días, no te preocupes, y esas cosas típicas de todos los viajes... Pero desde que embarcamos y nos dijeron que las maletas eran demasiado pesadas, tuve una intuición... “No hay problema, se las enviaremos al destino y las recogen allí”, nos dijeron, pero yo no quedé satisfecha.

Y es que no lo puedo evitar, odio los viajes. Y haber traído al niño a semejante ajetreo nunca me pareció bien; claro que tampoco teníamos con quien dejarlo en casa, además era una oportunidad de que empezara a ver mundo más allá de la plaza del pueblo (al menos eso me decía mi marido). Y no le faltaba razón, ya que nos gastábamos casi todos los ahorros de que disponíamos, ¿qué más da gastar un poco más, y llevarnos al pequeño a que disfrutara con nosotros?

Pero por mucha razón que llevara, la que ahora tenía que apaciguar el llanto desconsolado de nuestro hijo era yo. Además de que me estaba empezando a marear, con tanto vaivén y tanto balanceo. Todo eso sin mencionar el oscuro presentimiento dentro de mí que me decía que algo no iba bien… Y con estas cosas, casi siempre acierto…

Y esta vez no fue una excepción…

Despierto de nuevo en la cama del hospital. Otra vez la pesadilla. Las últimas imágenes las tengo grabadas a fuego en la memoria, y vienen una y otra vez a mis ojos, como si las estuviera viviendo ahora mismo: Una luz cegadora que se acerca; el piloto que se sube de un salto en la lancha que nos acompaña, la estela que dejan en su huida; turbulencias sin importancia que se han vuelto olas de varios metros de altura; frío, miedo, gritos; mi marido apretándonos fuerte contra su pecho... Y de pronto, el cielo estrellado y luego agua, negra como la muerte; la barcaza volcada que golpea en su caída a varios pasajeros; mi marido nadando desesperado, remolcándonos a mi y al pequeño hacia ningún sitio; más luces, y algún grito aislado. Alguien me agarra de los brazos tirando de mí; le cuesta lo suyo porque tengo abrazado a mi hijo, tan fuerte que me duelen las costillas. Me acuerdo de que hace un rato que no siento el brazo de mi marido que rodeaba mis hombros; bajo la vista hacia el agua y veo un bulto del mismo color que su ajado abrigo flotando, bamboleado por las olas como si de un fardo se tratase…

Lo siguiente que recuerdo es el primer despertar en el hospital, y los gritos que di hasta que vi a mi pequeño, rodeado de tubos, durmiendo junto a mi. Desde entonces sigo en esta dormivela, recordando una y otra vez cada escena, cada segundo de ese infierno: el viaje al paraíso, como decía mi marido...


Fin.


PD: O cómo pueden ser unas "vacaciones" en una patera, en el estrecho de Gibraltar.

08 June 2009

El diluvio



La ducha goteaba.

Parece una tontería, pero nada de eso. Es el aleteo de la mariposa. Un día te das cuenta al cerrar el grifo que, cada tantos segundos, una pequeña gota se va formando en su borde hasta caer al fondo del baño. Al prinicipio no le das importancia. Hasta que una noche te despiertas a las tres de la mañana, y empiezas a percibir cierto sonido. Poco a poco, ese leve golpecito se va haciendo más patente. Y a las tres y media, toda la casa retumba con el eco atronador de la gota de agua precipitándose al vacío. Y entonces tu vida depende de arreglar tamaño desastre universal.

Eso fue lo que ocurrió en casa de Alicia, allá a principios de verano. Ella se lo comentó al marido, que era muy mañoso en todo lo que se refiere a ahorrarse dinero, y éste enseguida cogió la caja de herramientas, en lugar de coger el teléfono, como le aconsejó la sufrida esposa. Ella ya tenía experiencias de enchufes averiados que obligaban a alicatar de nuevo la cocina; o de cajoneras del Ikea que por arte de magia acababan siendo mesas de merendero, y de dos sofás de 2 y 3 plazas respectivamente, salió una barca preciosa, con sus remos y todo, e incluso asientos acolchados ( en algún sitio había que poner los trozos de gomaespuma ). Pero su santo esposo, Noé, era así de cabezota.

Así pues, el leve goteo de la ducha pasó a ser leve chorrito. Al segundo intento se convirtió en fuentecita graciosa para jugar los niños. A la tercera fue la vencida, y consiguieron hacer de su baño una réplica casi perfecta de las cataratas del Niágara. Su marido Noé seguía luchando a brazo partido contra las tuberías del baño, y ella empezó a llamar a sus familiares, para pedir asilo doméstico.

Pasadas unas semanas, la situación no mejoraba. La casa era un pantanal, y el vecindario estaba empezando a sufrir las consecuencias. Al mes siguiente, esa pequeña gota de la ducha estaba provocando la inundación más grave que se recordaba jamás en el pueblo.

Aquello no había quien lo parara, así que Alicia empezó a empaquetar las cosas imprescindibles, y a meterlas en bolsas del Carrefour. Bueno, recogió las cosas que ella consideraba imprescindibles, a saber: dos paquetes de pan Bimbo ( para los bocadillos ), 50 rollos de papel higiénico ( no voy a explicar para qué ), 10 paquetes de Kleenex ( para cuando se acabase el papel higiénico ), 2 tabletas de chocolate ( para los días de bajón ), un paquete de harina ( para la bechamel, obviamente ), un tetrabrick de leche de soja ( también para la bechamel ), una caja de cerillas ( con algo habrá que calentar la leche y la harina ), crema hidratante corporal ( que a Noé enseguida se le agrietaban las manos ), y hojas de laurel ( esto ningún hombre sabrá decir jamás para qué es ). En fin, que la mudanza había empezado.

Entonces, pareció que Noé se daba por vencido... Aunque no salió de su casa cabizbajo, como era de esperar tras su hazaña. Salía feliz, radiante, como si en lugar de inundar un pueblo, hubiese ganado el gordo de Navidad. Con voz triunfal, dijo: "¿¡Ves, Alicia, como al final la barca nos iba a servir para algo!?"

Dicho y hecho, la familia Hurtado en pleno se montó en la barca hecha con sofás del Ikea. Todos, inlcuídos un poto que tenían en la cocina, y la mascota de la pequeña: un ñu marrón feísimo pero al que la niña tenía mucho cariño.



Estuvieron a la deriva 40 días con sus 40 noches, alimentándose de papel higiénico con bechamel, y bebiendo crema hidratante. Al final, las tareas del papel higiénico las cumplieron los kleenex. Y el chocolate lo guardaron como último recurso, utilizando en su lugar un sustituto más económico y agradable para la pareja: el laurel.



En estas que se les apareció Dios en forma de esponjita ( o "nube", según el sitio ). Y dijo Dios a Noé: "Noé, por tener fe, y ser capaz de buscarle utilidad a las cosas del Ikea, obraré el milagro que salve a la humanidad". Dicho esto, Dios cerró la llave de paso del baño de Noé, y quitó el tapón de la bañera.




FIN

05 June 2009

Un café

Se despertó tranquilo. Como esas mañanas en que pones el despertador a las 7:30 y abres los ojos un minuto antes de que suene. Pero no eran las siete de la mañana, ni estaba en su cama, ni lo que le despertó fue el sonido punzante del despertador, sino la voz de un hombre con camisa blanca, chaleco negro y bigote impecable que le pedía, por favor, que abonase la cuenta.

Rebuscó en el bolsillo de su chaqueta y le dio al camarero un billete, indicándole amablemente que se quedara con el cambio. Su voz pronunciando esas palabras le sonó lejana, como si hubieran sido dichas en otra habitación.

Contempló con ojos cansados la factura: un cortado y un ron con limón. Y mientras los sonidos amortiguados que lo rodeaban se iban convirtiendo en ruido desordenado de vasos, conversaciones ininteligibles y carcajadas, se preguntaba qué hacía ese ron con limón impreso en ese papel, si él jamás bebía.

Al instante se vio envuelto en un estruendo ensordecedor, y las imágenes etéreas que danzaban por doquier se hicieron más nítidas a sus ojos, revelando multitud de parroquianos alrededor de mesas, charlando animosamente.

Se preguntó qué hacía allí, y por qué no lograba recordar nada… Tan sólo una luz tenue alejándose en la bruma de una mañana helada.

Decidió dar marcha atrás en sus pensamientos, regresar al último instante que lograra recordar: salió de su trabajo, dejó la maleta en el asiento del copiloto del coche, y se dirigió a su casa. El día había sido duro, lo sabía porque tenía grabada la imagen de sus ojos cansados reflejados en el espejo de cortesía de su coche, mientras un claxon atronaba a sus espaldas porque el semáforo estaba en verde.

Al llegar a su portal, decidió por una vez romper su rutina diaria, y acercarse al bar de la esquina a tomarse un café. Se acomodó en una mesa pequeña junto a la pared, pidió un café y paseó su mirada por el local.

El primer sorbo le supo muy amargo. Como siempre, había olvidado echar el azúcar. Se le escapó una sonrisa mientras pensaba en su ridículo despiste. Y al levantar la vista fue cuando la vio. O ella le vio a él. Jamás sabría decirlo.

El caso es que no podía apartar sus ojos de los de ella. Eran dos abismos negros en los que era inútil resistirse a caer. Ella lo miraba tranquila, confiada, como si hubiese nacido sabiendo exactamente lo que tenía que hacer en cada instante. Ella lo miraba y él no podía hacer otra cosa que reflejar su mirada en esos ojos que parecían traspasarlo de parte a parte.

Ella se acercó a la barra y pidió una copa. Mientras, libre del imán de su mirada, él se veía atrapado por su cuerpo. Su cabello, su espalda, sus piernas… Acariciaba con la mirada cada curva, se perdía en cada recoveco que esa geometría inverosímil le ofrecía.

El café yacía inerte entre sus manos, mientras sus ojos rebosaban vida contemplándola. Rozaba su mejilla, luego se posaba levemente en su cuello, y acababa muriendo en sus hombros, acariciándolos con el pensamiento.
Ella volvió a clavarle la mirada. Esta vez sonreía, mientras se acercaba la copa a su boca. En ese momento, él hubiera dado cualquier cosa por ser uno de los hielos que se bamboleaban en aquellas bellas manos. Hubiera vendido su alma por flotar en el líquido que ella tomaba, por rozar discretamente sus labios, por asomarse a su boca y tratar de encontrar su lengua, derritiéndose en ella. Hubiera dado la misma vida por permanecer en aquella copa, esperando impaciente que ella decida tomar otro sorbo.

No recuerda cuánto tiempo transcurrió hasta que ella se levantó del taburete. Pero revive cada segundo de los pasos cadenciosos que dio acercándose a su mesa, sonriéndole, con los ojos bailando al son de las luces del local, o las luces del local bailando al son de esos ojos. Recuerda su aroma, cuando ella se inclinó y rozó su mejilla. Recuerda la calidez que desprendía aquel aliento embrujado al depositar en su oído las palabras que resonarían para siempre en su mente.

Recuerda su silueta alejarse lentamente, y la mirada de soslayo que le lanzó al llegar al umbral del fin del mundo (¿o era la puerta del bar? ). Recuerda que las manos, que habían estado agarrando la taza de café como si del tronco de un náufrago se tratase, ahora temblaban de forma incontrolada recordando el tacto de aquel rostro, aquella garganta, la humedad de su boca, el sabor de esos besos, el camino recorrido al deslizar sus manos desde sus hombros hasta sus caderas, el calor de sus dientes hundiéndose levemente en el lóbulo de su oreja…

Y ahora permanecía sentado en esa mesa, con el mundo atronando a su alrededor, oyendo una y otra vez, sin descanso, las palabras que ella pronunció a pocos milímetros de distancia, y añorando algo que nunca sucedió.



Saludos.




PD: "No hay nostalgia peor, que añorar lo que nunca jamás sucedió" (Joaquín Sabina)