15 July 2013

Vaivén - Mario Benedetti

Es un poco largo, quizá, aunque a mi se me hizo corto cuando lo leí. Se trata de uno de los cuentos incluídos en una antología de Mario Bendetti, repleta de joyas como esta. Espero que lo disfrutéis.


Vaivén


“Vení a dormir conmigo:
No haremos el amor, él nos hará”
Julio Cortázar


Como casi siempre, al descubrirse, el desnudo y la desnuda se asombran de sus desnudeces. Como casi siempre, éstas son mejores que las de la memoria. Por supuesto, son jóvenes. El es el primero en quebrar el encantamiento y la inercia. Sus manos se ahuecan para buscar y encontrar los pechos de ella, que al mero contacto lucen, se renuevan. Entonces, acariciando persuasivamente entre índice y pulgar los extremos radiantes, él dice o piensa: “No es que carezca de sentido de culpa, pero la verdad es que no me atormento. Las sensaciones vienen y se van, son aves migratorias, y cuando vuelven, si vuelven, ya no son las mismas. Se fueron frescas, espontáneas, recién nacidas, y regresan maduras, inevitablemente programadas. Entonces, ¿A qué ahogarse en el deber? El deber, al igual que el dolor (¿o será otra filial del dolor?), es un cepo. Esto hay que saberlo de una vez para siempre, si queremos que su gesto amargo, rencoroso, no nos sorprenda o nos frustre”.

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El niño, desnudo como un ángel pero sin alas, inocente de su propia inocencia, camina por la playa desierta y madrugona, hundiendo cautelosamente sus pies, todavía rosados, todavía fríos, en esa cambiante frontera que separa la arena de la olita. Descubre un tibio placer en ese gesto neutro, misterioso, que lame sus tobillos. No reflexiona. Simplemente disfruta. El mar no tiene para él ni pasado ni futuro. Es tan solo una lengüeta que viene a acariciarlo, a darle la bienvenida. Y él corresponde y sonríe, a veces hasta ríe con breves carcajadas. En realidad, juega consigo mismo y con el mar. Y todavía no sabe que éste no se entera, todavía ignora que el mar es de una indiferencia insoportable, que el mar es la única tumba móvil, que el mar es la muerte en estado de pureza. En ese punto, el niño se detiene y ve a la niña.

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Las colonizadoras manos de ella acarician la colonizada espalda de él, y empiezan a invadirlo, a abrazarlo, a tenerlo. Entonces ella dice o piensa: “Todo eso lo sé. Y sin embargo, en mí hay una vocación de permanencia, que , por otra parte, nunca he visto cumplida. Es obvio que el futuro está lleno de amenazas, de riesgos, de inseguridades, pero yo creo (de creer y de crear), para mi uso personal, un cielo despejado. De lo contrario, el goce se me gasta antes de tiempo. Vos te aferrás al instante, ése es tu estilo. Mi instante, en cambio, quiere ser prólogo de otro, aunque lo más probable es que luego ese otro instante no comparezca. Algo o alguien puede matar mi futuro, pero que sepas que mi futuro no es suicida”.

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Lejos, en términos infantiles, pero bastante cerca en cualesquiera otros, la niña desnuda como otro ángel pero también sin alas, viene a su encuentro por la arena que aquí y allá se alza y vuela gracias al aire matinal y marino. No se atreve todavía a pisar agua, solo permite que la arena livianísima suba y baje por entre los finos dedos de sus pies brevísimos. Allá arriba, entre pinos y eucaliptus, están las casas de los padres, los tíos, los adultos en fin, que todavía se reponen de la fiesta de anoche. Al igual que el niño, tampoco ella reflexiona. Apenas si siente una repentina curiosidad por esa imagen rosácea que se acerca (o tal vez es ella la que se va acercando, ¿o serán ambos?) y le vienen ganas de hacerle una señal, un saludo, un signo. La niña abre los brazos y ve que la imagen rosácea también abre los suyos. Entonces se forma en sus labios una sonrisa primaria, en soledad, tan espontánea como autosatisfecha.

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Ahora la boca del hombre se ha detenido en la oreja de ella y opta por pensar o decir: “Sabes una cosa? Tu oreja no siempre está desnuda. Sólo lo está cuando vos lo estás. Me gusta tu oreja desnuda, tal vez como una consecuencia de que me gustás así, como estás ahora. Después de todo, tenés razón: el instante es mi estilo. Es allí que lo juego todo. No ahorro disfrutes para vivir de esa renta en la tercera edad. Beso tu oreja como si nunca hubiera besado otra oreja. Por eso tu oído escucha estas palabras que nunca escuchó antes. Ni dije o pensé antes. El amor no es repetición. Cada acto de amor es un ciclo en sí mismo, una órbita cerrada en su propio ritual. Es, cómo podría explicarte, un puño de vida. El amor no es repetición”.

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El niño y la niña se han ido acercando y se detienen cuando apenas un metro los separa. O ya no. Porque la niña avanza una mano hasta posarla en el hombro del niño, y nota que es un poco más alto que el hombro de ella. “¿Cómo te llamas?”, dice él para de alguna manera expresar el gusto que le da aquel contacto. “Claudia, ¿y vos?” “Marcos.” El consigue suficiente coraje como para que su brazo derecho también avance hacia el brazo izquierdo de Claudia. “Siempre venís a la playa?”, pregunta él. “No, pero desde ahora vendré todos los días” Marcos siente que está conmovido y Claudia ve que él se sonroja. También ella se sonroja, pero por solidaridad. Durante la pausa, ambos se miran en lo que son y en lo que difieren. Claudia dice, todavía inocente de su propia inocencia: “¿Qué tenés ahí”. Y se lo toca. Es un contacto leve, pero Marcos experimenta la primera alegría importante de sus seis años de vida.

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La mujer mueve la cabeza hasta que sus labios rozan los de él y entonces dice o piensa: “Ya lo ves, has repetido que no es repetición. Y eso quiere decir algo. Digamos que es y no es. Todo es verdad. A mí, por ejemplo, me gusta repetir el amor, aunque reconozco que cada fase tiene un final distinto, una bisagra original que la una con la fase que vendrá. La repetición está en el comienzo y es como un eco, un recordatorio de la piel. A mí siempre me enternece recordar la piel, pero sobre todo que tu piel me recuerde tu piel. No tengas miedo, en el amor (al menos, en mi amor) la repetición no se vuelve rutina. El acto mecánico, físico, puede (o no) ser igual o semejante, pero tu cuerpo y mi cuerpo nunca son los mismos. El sexo que hoy vas a ofrecerme no es el mismo del sábado pasado ni será, estoy segura, el del próximo martes, y el surco mío que lo reciba tampoco es ni será el mismo. El amor es y no es repetición”.

Él se aparta un poco para mejor unirse, o sea para que sus manos, y de a ratos sus labios, puedan ir recorriendo colinas y hondonadas, rincones y llanuras. La piel de ella alternativamente se eriza o se abandona, en tanto que allá arriba la boca se entreabre y los ojos comienzan a cerrarse. Entonces él piensa o dice: “Cómo voy a programar o a calcular el amor de mañana o pasado, si tengo aquí esta concreta recompensa (o castigo) que sos vos, hoy? No te engaño si en este momento te confieso que te quiero toda, cuerpo y alma y alrededores, pero ¿para qué voy a hacerle descuentos a este deleite pronosticando qué sentiré el martes o el jueves? Si aparto mi mirada de tu vientre húmedo y contemplo allá enfrente el muro blanco, o más allá, si trato de vislumbrar el tallado infinito, me encontraré inexorablemente con esa última viga que es la muerte, y ésta es, por definición, el no amor. ¿Cómo no preferir mirarte a vos, que sos la vida o por lo menos una de sus más incitantes imitaciones?”

Hay un silencio cálido, inexpugnable, que envuelve los dos cuerpos. De pronto, el hombre decide apoyar su oído sobre el poderoso ombligo de la mujer. Es como si a través del omphalos, esa cicatriz genérica, esa boca muda, la mujer murmurara o vibrara en el oído del hombre: “Quisiera tenerte siempre, pero me resigno a tenerte hoy. Quizás la diferencia resida en que mientras tu goce es explosivo, fulgurante, el mío, que acaso es más profundo, tiene ojeras de melancolía. No puedo evitar prever desde ahora, junto al buen azar de tenerte, el anticipo de la nostalgia que sentiré cuando no estés. Ya lo sé. Demasiado lo sé. Todo está claro. Todo estuvo claro desde el vamos. Pero que me resigne no incluye que te mienta. Y esto que yo, ombligo, dejo en vos, oído, es para que alguna vez te zumbe y al menos te preguntes qué será ese zumbido.

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El veterano siente el otro cuerpo. No como antes, poro a poro, pero lo siente. Ambos saben de memoria qué cuenca de ella se corresponde con qué altozano de él. Encajan uno en otra, otro en una, como si conformaran un paisaje clásico, de postal o museo. Sólo que antes eran paisajes del último Van Gogh y ahora son del primer Ruysdael. Él demora en encenderse y ella lo sabe pero no se impacienta. El mensaje de la discoteca se filtra implacable por entre las persianas. La humedad de la madrugada los remite a otros otoños. Él sabe que aquí no vale rememorar la pasión como quien recorre un viejo códice. Pero esa misma distancia lo conmueve y percibe por fin que esa filtrada emoción es la legataria, la penúltima Thule, el corolario normal de la pasión antigua. Sólo entonces se siente crecer. Sólo entonces ella siente que él crece.

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Ni el desnudo, ni la desnuda oyen campanas. Eso pasaba antes, en las fábulas familiares de las abuelas o, más cándidamente, en alguna marchita película de Burgess Meredith. Estos de ahora escuchan truenos lejanísimos, bocinas de ansiedad, ambulancias que aúllan, rock en ondas, y más confidencialmente, labios que se disfrutan, comunión de salivas. La mujer se estira en toda la extensión de su piel sabrosa, abre brazos y piernas, tal como si se desperezara pero más bien perezándose. Siente que la boca del hombre va ascendiendo a su boca y cuando por fin cada lengua se encuentra con su prójima, ambas proponen o resuelven o gimen: «Qué importa si es o no repetición, qué importa si es prólogo o desenlace. Estamos. Somos. Una y uno. Dejemos que la muerte nos odie desde lejos. Desde muy lejos. Somos. Estamos. Tan cerca de vos que soy vos. Tan cerca de mí que sos yo. Una + uno = une. Se unen, pues. El mundo queda fuera, con sus culpas, sus deberes, sus ropas. El desnudo y la desnuda son únicos testigos del amor sin testigos. Uno sobre otra, o viceversa, la humedad de sus vientres es de ambos. Los cuerpos (esos futuros, inevitables proveedores de ceniza) borran de un placerazo sus condenas y también se reconocen y trabajan. Trabajan y se gozan, únicos en el mundo, por fortuna olvidados». Entonces ella piensa o grita: «Vení», y él canta o piensa: «Voy». Y así, poco a poco (y al final, mucho a mucho) se ensimisma y celebra, se alucina y consuma el va-i-vén.


Vaivén - Mario Benedetti

22 March 2013

Des-facha-tez


Primero el hecho:



Luego la consecuencia: Noticia en el Diario de Sevilla

El vídeo es un recorte de menos de un minuto de una escena más larga, consistente en: veo a un grupo de 15 o 20 personas (siendo generosos) concentradas en el atrio del rectorado de la Universidad de Sevilla; exijo explicaciones de qué hace tremenda muchedumbre en un sitio donde normalmente no hay nunca nadie (ni siquiera cuando cientos de estudiantes entran y salen todos los días de clase); me hacen una foto; pido la cámara en lugar de pedir que borren la foto; no me la dan y me pongo farruco; tiro a una persona al suelo con una zancadilla, la arrastro a lo largo del atrio del rectorado y la detengo, con un par.

Ahora expliquemos el contexto:

El delincuente que es arrastrado y detenido es uno de esos perroflautas drogadictos que dan clases por enchufe en la universidad pública. Uno de esos que cobran millones, tienen 4 o 5 o 6 meses de vacaciones, viven del cuento y encima se quejan cuando les dan una colleja por tontos. ¡¡Y encima denuncia a los que le han agredido!! ¡¡Qué desfachatez!!

En España no queremos a ese tipo de impresentables. Nos negamos a pagar los sueldos de esta pandilla de neo-salvadores de la patria con palestinos y malas pintas, que mientras chupan de la teta se quejan de todo. No toleramos a estos mierdecillas delincuentes desnatados. Nos fastidia mucho que haya gente viviendo del cuento y encima vayan luego dándose aires de Chés Guevaras de pacotilla. Que dicen luchar por derechos y no sé qué más gaitas de la educación pública para todos y la sanidad universal. Como si todos tuvieran que tener derecho a todo, como si todos fuéramos iguales... faltaba más. Ni que fuéramos todos unos rojos de mierda.

Aquí no necesitamos revolucionarios de baratillo. En este país necesitamos otra cosa, por Dios. Lo que España necesita no es esta panda de rojos maricas y drogadictos dañando la "marca España", que es como Nike pero más cañí y sin muelles en las suelas de los zapatos. La gente de bien de este país preferimos personas bien educadas y formadas. Queremos gente que no se exalte, que no gesticule más de la cuenta. Gente discreta que haga su trabajo sin más, y que si por ello recibe algún emolumento no previsto de antemano, no vaya haciendo aspavientos como el cateto que gana la lotería y compra champán y se va a la calle con la vecina de la bata de boatiné y los rulos.

Es normal que existan élites, tengan el mérito que tengan (si es que lo tienen). Es tolerable que esas élites tengan privilegios que otros ni soñarían. No pasa nada si algunos sustraen esporádicamente algo más de lo que les corresponde, siempre y cuando sea una extracción diferida por adelantado a plazos conjugables en tercera declinación supina posterior del cuádriceps femoral.

En definitiva, en este país preferimos hijos de puta de pies a cabeza. Con siglas de partido y trajes caros. Con corbatas y nudos apretados. Con maletines conteniendo carteras conteniendo sobres conteniendo continentes contenidos en papelitos morados. Mucho mejor eso que usar bolsas de basura (¡panda de horteras!). Esa es la marca España, la de verdad, la buena. Eso y la selección de fútbol.

Así que aquí se necesita gente que arrime el hombro. Gente trabajadora y sufrida, que se sacrifique un poco por el bien común. Que si hay que sufrir recortes durante 4 o 5 años, pues que apriete los dientes y sufra. Gente que no disfrute de vacaciones más que muy de vez en cuando.  Que cobre sueldos míseros por trabajar mas de 10 horas al día. Que consigan resaltar a nivel internacional a pesar de las mil dificultades que acarrea simplemente estar aquí y no irse a cualquier otro sitio donde su trabajo se valore como se merece. Necesitamos gente que intente mejorar lo que tenemos ahora mismo, que trate de luchar por lo poco bueno que tenemos, y conseguir más cosas. Que nunca baje los brazos. Gente que se preocupe no sólo por ellos mismos, sino por los que tienen alrededor, los que vienen detrás empujando y por los que en unos años serán el futuro de esta nación. Necesitamos gente así. Gente como David, y como los cientos de profesores universitarios que sufren en España todo eso, a cambio de que se les insulte, degrade, vitupere...

Y sobre todo necesitamos que la gente abra los ojos de una puta vez.