20 December 2010

Existencialismo home-made

Abruma pensar en la eternidad. Agobia ser consciente de la muerte, del fin de ese monólogo interno que mantenemos con nosotros mismos, esa noche sin alba que aguarda como fin último. Avergüenza la absurda pretensión humana de perdurar. Ese vano intento de jugar a ser eternos dejando un legado: nuestros pensamientos en un libro, nuestros actos en un árbol, una copia de una parte de nosotros mismos… Pero no somos nosotros. No eres tú, no soy yo. Para entonces nuestros egos estarán a nuestro lado, dormitando en su sueño sin amanecer.

Y como única respuesta a la catástrofe, el carpe diem: vive mientras puedas, aprovecha el momento, coge las oportunidades al vuelo. No te preocupes de tus errores, de tus posibles daños colaterales, de los cadáveres que dejes por el camino. Nada tiene una importancia capital, salvo el hecho de que mientras te lamentas pierdes un tiempo precioso.

Y asusta. Agobia pensar en el tiempo que queda, pero estremece pensar en el tiempo perdido, y en el que se pierde mientras se escribe esta letanía de lamentos inútiles. Llueve sobre mojado.

Y mientras, en el desván en el que habitan tus peores miedos, se amontonan sin orden momentos, palabras, suspiros, puñetazos en la mesa, caricias, imprecaciones, besos, osadías, huidas, silencios, gritos, carreras, paseos, miradas, guiños, abrazos… Tantas cosas que la puerta ya no cierra, y por la rendija asoman los ojos rojos de la impotencia.


Saludos.

10 December 2010

Fe y Esperanza

Durante siglos, la fe y la esperanza han sido las impulsoras de la humanidad. Esperanza en algo mejor, y fe en poder conseguirlo. Bien entendidas, una y otra son la base de cualquier proyecto, de cualquier plan. Llevadas al extremo, son la peor abominación del hombre.

La esperanza per se, sin nada que la sustente, sólo una meta más o menos difusa en el horizonte, hace de la persona un muerto viviente que huye hacia delante, sin consciencia del suelo que pisa o el camino que dibujan sus pasos.

La fe ciega, extrema, engendra fanáticos, seguidores irracionales de las más peregrinas chorradas, defensores hasta la muerte de la nada, del vacío en sí mismos que intentan llenar con esa ceguera.

Están quienes manejan de forma consciente esos mecanismos como herramientas de su propia afirmación. Los semi-dioses terrenales. Los vendedores de arena en el desierto. Esos que empuñan su báculo de fe y, apuntando al centro mismo de cualquier utopía esperanzadora, ordenan a los zombis fanáticos que se partan la crisma contra ella.

También tenemos a los falsos profetas. Los aspirantes a todo, dueños de nada, suplicantes de una migaja que caiga de la mesa de su dios. Con minúscula, dios. Porque nadie sabe si la fe de estos profetas es sincera o fingida. Si es sólo un medio de llegar algún día a reemplazar en el trono divino a su actual poseedor. Y mientras, se deshacen en agasajos, en loas, en proclamas fervientes. Y a escondidas se calzan las sandalias, se prueban el manto del dios a quien veneran, anhelando su muerte prematura.

Existen dioses inconscientes. Esos cuya fe se centra en ellos mismos. Quienes alimentan su ego, casi sin querer, de su propio ego. Quienes siguen sus propias ideas más ciegamente que nadie. Quienes niegan altivamente haberse estrellado, mientras ríos de sangre bajan de su frente hasta sus pies, mezclándose con la sangre de los que le rodeaban.

Por último, están las verdaderas víctimas. Las víctimas conscientes, quiero decir. Quienes aún conservan un atisbo de lucidez que les permite darse cuenta de su propio sufrimiento. Los que contemplan atónitos la impotencia que los invade y los aplasta contra aquello de lo que desean huir desesperadamente. Los que aprietan los dientes, mientras tratan de conservar esa esperanza en algo mejor, intentando no perder la fe en poder conseguirlo.

Vivimos inmersos en este pantanal, como las primeras bacterias vivían en su pestilente caldo primigenio. Sólo queda sobrevivir.


Saludos.